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Sobrevolé una esquina encontrándome un nuevo abismo de esos que me hacen temblar, de esos con los que no tropiezas más que de vez en cuando. Así que me pasé cuatro días con sus noches columpiándome sobre las patas traseras de una silla al borde de un precipicio. Yo, que soy de química y no creo en homeopatías del corazón, siempre espero que salte esa chispa que de pronto altera los elementos y los eleva antes de hacerles explotar, así fue, así estalló.
Bailó para mí, olvidé la canción y la letra, pero no dejo de recordar sus manos moviéndose libres, sus brazos alzándose como si desparramara algún gas adictivo que me hacía estar allí, pendiente de él.
En una sala de baile improvisada en la cocina, obvié mármoles desordenados, platos y cazuelas sucias para oler la magia que desprendía en su danza. Me perdía por segundos en sus piernas torneadas, rebotando sin descanso contra el suelo, levantándose una y otra vez, mostrándome su vuelo franco.
Fantaseé como venía siendo habitual con su mirada encima de la mía, con esa coreografía sobre mi cintura, con los hombros que me hacían desear su sombra. Con su pecho apoyado en mi espalda, con su aliento reventando en mis oídos.
Leyó, absorbió mis letras privadas, también las públicas sin permiso pero con todas las concesiones, me buscó de todas las maneras para encontrar mi punto más flaco. Y me encontró. Me colmó con pólvora de los más fantásticos cohetes, me encendía risas con las preguntas más serias en broma, o quizá bromeaba muy seriamente, no lo sé, ahora no lo sé. Yo solo sé que quería lanzarme a su abismo a pesar de no encajar en mi cuadrícula perfecta de camisas lisas y remangadas, en mi esclava convención de jeans gastados y calzado urbano.
Perdí la lista de sus canciones, apenas recuerdo algunas frases sueltas, atadas para siempre a mi consciencia. Una mañana me desperté a las nueve con treinta y seis mensajes suyos desde las cinco y cuarto de la mañana, y en cada acometida desvelada se iba haciendo de día también en mis ganas, enumerando horas para el primer abrazo.
Me dejaría cortar su pelo desparejo, confesó que se entregaría a mis manos, como un dócil Sansón.
A veces me costaba seguir su charla incansable y desde el teléfono cerraba mis ojos para triturar el color de su voz, para deshilachar su timbre, porque mi obsesión era desmenuzar cada propósito, cada palabra por si acaso encajara en mi deseo por él.
En un acto de fe acordamos mover nuestras montañas hasta una estación subterránea de tren, cada uno en su andén, con cuatro infinitos hierros de por medio, eso tenía que habernos dado pistas de que, lo que nos separaba pesaba demasiado, por férreas convicciones. Pero las sirenas cantaron al vernos y no nos resistimos a caer a las vías.
No pudimos entrar en el cine inundado por la lluvia, así que mientras le olisqueaba sin pantallas en aquella mesa de escaparate, me sentí al borde de su acantilado ya desnuda… cuando me descubrió que no había tal mar, ni ese agua refrescante que templaría mi sed y mi infierno, que en sus brazos había más fuego que en mi propio pecho. No se puede llegar juntos al mismo sitio por caminos diferentes, mientras uno avanza el otro se distrae, mientras uno invierte, otro gasta.
Desde una ventana confesamos nuestros espacios para el Demonio y los pactos que nos bajaban a arder, el temor a decepcionar, pero a pesar de todo, no me defraudó su pasión. Me preguntó si aún quería cortarle el pelo, pero las tijeras andaban clavadas en otro rincón de mí hacía un rato.
Una discusión después, unas miradas de deseo y rabia más tarde, de nuevo, nos desencontramos juntos en la estación, de vuelta al punto cardinal de partida, Montseny y Garraf. Me costó separar mis labios de sus besos. El decorado me volvió a la realidad al abrir los ojos con una barrera fría y una escalera vacía. Él llevaba mi libro en la mano, aún pendiente de dedicatoria. Yo subí al vagón con una novela diferente, una historia distinta con el mismo final: nos separó un tren, el que yo tomé y el que él dejó pasar.